Tomás Moro (1478-1535) en su obra Utopía, narra:
“-Las ovejas -contesté-, sus ovejas. Tan mansas y tan acostumbradas a alimentarse con sobriedad, son ahora, según dicen, tan voraces y salvajes que devoran hasta a los mismo hombres, devastando campos y asolando casas y aldeas. Vemos, en efecto, a los nobles, a los ricos, y hasta a los mismos abades, santos varones, en todos los lugares del reino donde se cría la lana más fina y más cara. No contentos con los beneficios y con las rentas anuales de sus posesiones, y no bastándoles lo que disponían para vivir con lujo y ociosidad, a expensas del bien común, cuando no en su perjuicio y desmedro, ahora no dejan nada para cultivos. Lo cercan todo, y para ello, si es necesario derribar casas, destruyen las aldeas no dejando en pie más que las iglesias que destinan como establo para las ovejas. Y no satisfechos con los espacios reservados a la caza y a los viveros, estos piadosos varones convierten en pastizales desiertos todos los cultivos y granjas. Para que uno de estos mamíferos carnívoros, inexplicable y atroz peste del pueblo, pueda cercar una serie de tierras unificadas con varios miles de pasturas trabajadas, han tenido que forzar a sus colonos a que les vendan sus tierras, y es así como se han visto privados de sus bienes. A unos por medio del fraude y con engaño, a otros se los ha cargado de injurias, y a otros se los ha acorralado con pleitos y vejaciones. Y así se ven obligados a emigrar como pueden, hombres, mujeres, maridos, esposas, huérfanos, viudas, padres con hijos pequeños, familias más numerosas que ricas, porque la tierra necesita muchos brazos. Emigran de sus lugares conocidos y acostumbrados sin encontrar dónde asentarse. Ante la necesidad de dejar sus enseres, ya de por sí de escaso valor, tienen que venderlos al más bajo precio. Y luego de agotar en su ir y venir el poco dinero que tenían, ¿qué otro camino les queda más que robar y exponerse a que los ahorquen con todo el derecho o marcharse por esos caminos pidiendo limosna?…”
OPINION
Hogueras bárbaras
Por Carlos Cruz* | Febrero de 1977. El Proceso usurpador, a partir de su plan de persecución y represión sobre toda forma de expresión política, sindical y cultural, avanza en el despliegue de la propuesta económica, formulada por Martínez de Hoz y su equipo. Programa que conlleva a un proceso de desindustrialización, concentración del poder económico-financiero, aumento de la deuda externa y reducción del salario real del 37 por ciento en un año.
26 de febrero de 1977. El sol se filtra entre las hojas de los árboles de la Plaza de los Dos Congresos y comienza a abrasar, pesadamente, a los transeúntes de la calle Rivadavia, que ven, de reojo, mientras apuran el paso, modificada su escena cotidiana. Hombres con uniformes y armas, en coordinación con sus mentores civiles, cubren la vereda con paquetes conteniendo miles de libros que, sustraídos de los depósitos de Eudeba, son arrojados dentro de camiones, para procederse a su ulterior destrucción.
Los hombres de la dictadura encarnan así la consigna emblemática nacionalsocialista, lanzada en un grito estentóreo por el criminal, condenado en Nuremberg, Baldur Von Schirach, “cuando escucho la palabra cultura saco mi revólver” y ejecutan, reiteradamente, su práctica sistemática de terror y despojo. Esta vez, sobre ese otro cuerpo portador de ideas: el libro. El fuego de las hogueras de 1933 en la Pariser Platz realimenta entonces estas nuevas quemas de Córdoba (29-4-76) y Sarandí (30-8-80).
En un contexto donde se secuestró a escritores de la talla de Walsh, Conti, Urondo y Oesterheld, se prohibió la enseñanza de la matemática moderna, se incluyó la película Help en las listas negras y se observó el uso de la palabra “vector”, también se hizo arder, entremezclados en las piras de la intolerancia bárbara, obras, testimonios y afanes de autores heterogéneos como Galeano, Proust, Puiggrós, García Márquez, Galasso, Saint-Exupéry, Muraro, Cafiero, Freire, Torrijos y Cortázar, en el intento de procurar adormecer conciencias, acallar voces y suprimir el pensamiento crítico.
Algunos de los libros sobrevivieron, silenciosamente, guardados con celo en bibliotecas personales o en el recuerdo de sus lectores; otros, años después, fueron reapareciendo en las librerías y muchos de ellos, lamentablemente, por distintos motivos, no volvieron a reeditarse. Hansido objeto, es cierto, de distintos reconocimientos, como el realizado en la XXIII Feria del Libro, pero es necesario, porque también nos lo debemos, una jornada de memoria y homenaje a los libros incinerados como forma de testimoniar, una vez más, el valor de la idea, la comprensión y la palabra frente al oscurantismo inducido y la pulsión de muerte. |
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